Las categorías, diferencian y distancian por definición. Construyen y levantan muros entre las personas, difíciles de derrumbar. Sin embargo, hemos adoptado esta insana costumbre de vivir diferenciándonos de los demás.
Los seres humanos seguimos sintiendo la necesidad de etiquetarlo todo, necesitamos ponerle categorías y niveles a las cosas; títulos y subtítulos, significados y calificativos. Esta actitud surge de nuestros juicios de valor y prejuicios, propios y ajenos, y de nuestros miedos e inseguridades.
Solemos categorizarnos por: color o raza, religión o fe, nacionalidad u origen, dinero, posesiones y sitio en el que vivimos; trabajo, profesión o jerarquía, status social, nivel cultural, sexo, gustos y costumbres, ideas sociales, políticas y culturales, carácter o forma de ser.
Etiquetar y compararse, son herramientas clave para no encontrarnos con nuestra felicidad.
Las categorías, diferencian y distancian por definición. Construyen y levantan muros entre las personas, difíciles de derrumbar. Sin embargo, hemos adoptado esta insana costumbre de vivir diferenciándonos de los demás, tratando así de ser únicos en algún aspecto con el que nos sintamos atractivos o más atractivos que el que tenemos al lado o enfrente, incluso hasta sentir ser mejores y poder expresarlo, poder demostrarlo, poder hasta presumir de ello, y lo que es aún peor, demostrar que los demás son “inferiores”.
Solo están en nuestra mente todas esas falsas perspectivas. Son nuestros miedos en definitiva, lo que nos hacen declarar estas diferencias entre nuestros pares.
¡Cuánta energía derrochamos! ¡Cuánta inteligencia y amor dejamos de disfrutar en pos de nuestras inseguridades y nuestros miedos!
Categorizarnos es compararnos y contrastarnos, así dinamitamos nuestras posibilidades de ser personas felices, al no dejar que se exprese nuestra mejor versión. La separación crea indiferencia y una falsa superioridad, mientras que la unión da espacio a la compasión, al amor y a la igualdad natural.
Con una actitud de categorizar y compararnos, nos limitamos, reducimos nuestra empatía, dejamos de ser personas interesantes, empequeñecemos frente a los demás, ganamos en antipatía, perdemos atractivo e interés. Nuestro entorno lo sabe, lo percibe, lo lee, lo siente y lo escucha. Y es que están frente a una persona sin matices, rígido, de blancos o negros.
Simplemente estamos queriendo mostrar al otro como alguien inferior, nos comparamos e intentamos ver cómo poder superarlo, o en el mejor de los casos, igualarlo. La comparación nos conduce a la competencia, y muy a menudo, a la frustración de no estar nunca conforme con lo que soy o lo que tengo, sin permitirnos hacer fluir nuestra verdadera personalidad.
Nuestro propio Ser ya sabe qué tiene que hacer y qué le hace feliz, pero no encuentra lugar para expresarlo, porque nuestra mente está ocupada mirando a otros, nos distrae observando lo que otros hacen, dicen y tienen, para enfrentarnos y preguntarnos qué hacemos o hicimos nosotros en función de ello. Nuestra mente nos lleva a discernir según los comportamientos de los demás. No decidimos con el corazón, por nosotros mismos, sino en función de lo que han decidido hacer los demás con sus vidas en situaciones similares.
A esta altura de nuestras vidas, deberíamos guiarnos únicamente por la felicidad alcanzada, el compromiso y la capacidad de empatizar y convivir con los demás, o el nivel de evolución trascendental que tenemos como almas inteligentes y sabias que somos, pues no hay más nada por encima de esto.
Los invito a dejar de mirar la vida de los demás, para poder vivir y disfrutar sus propias vidas. Nuestro tiempo sirve para hacer una creación de nuestra vida en cada momento y lugar. La calidad de estas creaciones será lo que construya nuestras vidas, presten atención a esos ladrillos que elijan vivir, porque edificarán aquello que queramos ser. Ni más ni menos.
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